La heladería tradicional no se ha caracterizado precisamente por tomarse muy en serio la rigurosa selección de la mejor materia prima para elaborar sus helados. A menudo la heladería como negocio o el negocio de la heladería eran más importantes que la heladería como disciplina y oficio gastronómico. Esto se traducía en la búsqueda de márgenes de beneficio a toda costa a través de una materia prima de poca calidad, enmascarando el resultado final con un dulzor exagerado, colores artificiales y una presentación hortera, donde lo de menos era el helado y lo de más era incrustar cualquier cosa en el producto. ¿El objetivo? Llamar la atención del cliente a cualquier precio. El mayor problema de la heladería era “su mayor virtud”, un negocio rentable por definición donde el profesional no tenía la necesidad de devanarse los sesos para ofrecer una oferta diferenciada, creativa, de valor añadido. Un modelo de establecimiento que funcionaba tan bien que los heladeros tampoco tenían la necesidad de formarse, de emplearse a fondo en estudiar los ingredientes con los que trabajan, de buscar una identidad para su helado.
Sin embargo, en la medida en que los heladeros han tomado conciencia de que lo suyo no es una industria sino un oficio artesano, que no fabrican sino que elaboran, que cada helado es único, se ha entrado en una nueva fase que da paso a la autoafirmación y a la consolidación de un sector en auge. Una de las caras más visibles de esta interesante progresión es el inicio de un cambio de actitud del profesional en relación con los productos gastronómicos. Nos costará encontrar algún artículo de este nuevo Arte Heladero 194 que no reme en esta dirección. Azúcares más nobles para dar valor a la técnica de la sacarosa triturada con especias, caso de Jaume Turró; vinos con historia y valor local con el sello Slow Food, como el Malvasía que trabaja Matteo Reggio; un chocolate personalizado al máximo para potenciar su presencia cualitativa en el helado, en el artículo firmado por César Romero y Jordi Puigvert; y la miel de caña y el azúcar mascabado que introduce David Gil en la galleta de su Lemon Pie son sólo unos pocos ejemplos de este número cazados al vuelo. En estos artículos y en otros, la gastronomía hace acto de presencia porque ahora se encuentra con profesionales que levantan la cabeza para mirar más allá de su obrador. Proyectan una mirada inquieta, atenta al valor gastronómico de la materia prima que hay a su alrededor. Han tomado conciencia de que existen Ingredientes que imprimen personalidad y articulan el lenguaje con el que sus helados hablan a sus clientes.